Hay una señora, no precisamente de bien, a la que un minuto de euskera le hace más pupa que tres vermús seguidos bajo el sol en una plaza recién reformada de hormigón armado. Ella, heredera de los relaxing cups of café con leche, coetánea del mentoring y defensora de los outlets de alta gama, escucha un “kaixo” en el Congreso y se le desata la húmeda.

En su imaginario, y cada día el de más gente, España es una y uno ha de ser su idioma allí donde todas las regiones están representadas. Y donde no, seamos honestos: también.

Lo curioso es que ese planteamiento la acerca más a la facción vasca que tanto denigra que a su propio partido. Al menos, de cuando ella todavía no era la diva política en la que se ha convertido. Hace apenas tres años, en un acto en Galicia, el PP proclamaba que vivimos en un Estado plurinacional. Nadie rechistó. Ya ves tú.

Pero claro, desde entonces ha habido tiempo, oportunidades y facherío de sobra para avivar viejos fuegos. Y esta fauna es así: cuanto más acelera, más calentita se pone. Y de paso va abrasando a esa parte del personal que quizá no tiene mala fe, pero sí el seso blandurrio de tanto gritar “libertad”. 

Total, que el euskera es una lengua minoritaria. Despreciablemente minoritaria, si atendemos al discurso de Isabel Díaz Ayuso y su creciente club de fans. Pero a la vez, paradojas de la vida, una amenaza peligrosa. Un ataque tribal que rompe de golpe y porrazo la unidad de España, cortando flequillos a machete.

¿Vamos a negar el acceso a una cirujana brillante, como preguntaba mi cuñado, porque su batua sea de momento más caótico que una barra de pintxos en fiestas populares?

Ahora bien, el cortocircuito no es exclusivo de esa orilla. Mientras los supuestos patriotas rojigualdos agitan el fantasma de la imposición, desde el lado contrario hay quienes se han dedicado a levantar más muros que viaductos. A veces, sin mala baba. En ocasiones, con conocimiento de causa.

Y así ha ocurrido. Que ahora parte de la población considera el euskera un complemento ideológico. Una especie de pin en la solapa que mide el pedigrí vasco. ¿Resultado? Unas personas lo usan como certificado de pureza. Otras lo rechazan igual que agua ardiendo. Y luego están a las que les da cosa hablarlo por miedo a meter la pata, a que les juzgue un tribunal de autenticidad inexistente. A sentirse, en definitiva, impostoras.

Y en este campo de batalla, entre la sospecha, la apropiación, el rechazo, la cobardía mal entendida y el ninguneo, es donde aparecen debates tan necesarios como incómodos. EH Bildu acaba de pedir que todo el personal de la Administración Pública domine el euskera. A fin de cuentas, es tan oficial como el castellano. Y tan nuestro, o más, que la lengua de Cervantes.

La ambición de la coalición soberanista es lógica. La intención, legítima. Pero la realidad, tozuda. Y voy a poner un ejemplo. El de siempre, para qué engañarnos, pero es que tiene todo el sentido del mundo y funciona muy bien.

¿Podemos permitirnos ese nivel de exigencia ya mismo, de golpe y porrazo, cuando Osakidetza se enfrenta a una crisis alarmante de personal sanitario? ¿Vamos a negar el acceso a una cirujana brillante, como preguntaba mi cuñado, porque su batua sea de momento más caótico que una barra de pintxos en fiestas populares?

Tal vez, el euskera no necesita ser defendido con espadas ni exigirle carnet. Quizá solo necesita voluntad, corazón y orgullo bien entendido

Meter las manos en el barro implica preguntarse dónde está el equilibrio entre defender el euskera y garantizar los servicios públicos esenciales, entendiendo la actual realidad lingüística. Claro que… ¿qué sabré yo sobre salvar vidas si confundo etorri con etorren?

No hay respuestas fáciles. Pero sí, una certeza. Al menos queda una. Que más allá del debate de siempre entre extremos, la lengua vasca es identidad, patrimonio, memoria, raíz, posibilidad. Es pertenencia sin permiso, herencia sin manual, territorio emocional.

No sé, seguramente me estoy metiendo en camisa de once varas. O doce, si las hay. Lo que quiero decir es que, tal vez, el euskera no necesita ser defendido con espadas ni exigirle carnet. Quizá solo necesita voluntad, corazón y orgullo bien entendido.

Ser, de verdad, refugio compartido. Un espacio donde quepa tanto el euskaldun zaharra que habla vizcaíno en sueños, como la irakasle que enseña apasionadamente o el euskaldun berria que empezó a estudiar con cincuenta años.

Este domingo se celebra el Araba Euskaraz. La oportunidad perfecta para despojar nuestro idioma de toda hojarasca política y verlo como lo que realmente es: un tesoro colectivo sin correa, ni maquillaje, ni aduana. Milenario, generoso, vivo.

Y para que siga así, probablemente la tarea más urgente sea protegerlo. No solo de quienes lo desdeñan, temen, maldicen. También, de algunos de sus más fervientes guardianes.